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No he dedicado tiempo a investigar el por qué los caracoles, frecuentemente, se retiran del mundo y pasan largas temporadas dentro de su concha. Barajo varias posibilidades, desde la ignorancia, entre las que están algún enfado monumental con la parienta, el intento con todas sus fuerzas de conseguir una metamorfosis a la altura de las más bellas mariposas o, también bonita, la posibilidad de que los caracoles no puedan sobrevivir sin buscar la meditación más profunda.
Va a ser difícil que alguien se interese lo suficiente por estos seres como para hacer algún documental para la National Geographic. Lo bueno, para el caracol, es que en su casa sólo cabe él y no hay forma de meter micrófonos y cámaras para desnudarle. Lo malo es que hay gente con mucha mano para convertirlos en un manjar.
Desde mi concha me pregunto si, muchas veces, no estará allá dentro el caracol, como yo, pensando en su situación, deseando otra y todo mientras se imagina a los de fuera atribuyéndole a la extraña naturaleza el por qué de tan raro comportamiento.
Lo que tengo claro es que, aparte de conjeturas, tenemos en común una cosa: el resto del mundo va demasiado rápido para nosotros.