El timbre vuelve a sonar. Se hará el silencio. Las miradas se dirigirán al reloj de la cocina y de éste, casi con total coordinación, pasarán a mirar la cafetera.
Mientras alguien se levanta, los demás comenzarán el juego de siempre, que dura exactamente el tiempo que se tarda en ir de la cocina al interfono y volver. Cada uno apuesta por quién será, incluso el que va a abrir la puerta lo hace, eso sí, antes de manejar información que los demás no tienen.
Sin conocer el resultado, no faltará quien diga en voz alta lo que todos ya saben, que hay que hacer otra cafetera. Los que apuraban el último sorbo se agarrarán a la taza con la intención de no soltarla hasta verla humear otra vez. Y se retomará la conversación que se había dejado encima de la mesa, el tiempo que se tarda en subir las escaleras, antes de recibir al que llega y, mientras se le pone un café, escuchar alguna novedad del día.
Fuera llueve. Vuelvo a picar. No me vendría nada mal que Sole me diese un cafetín, casi lo puedo oler desde aquí abajo. No llevo prisa, sé que hay días en los que todos se quedan jugando al olor del café.